lunes, 1 de noviembre de 2010

160. Una Biblioteca de polvo.


Día de Difuntos y de Todos los Santos, fecha para el recuerdo y homenaje institucionalizado de nuestros seres queridos que motiva un pequeño parón en la serie catatónica que nos ocupa últimamente. Dicen que “muerto el burro, la cebada al rabo”, pero llegada la hora seguramente todos quisiéramos permanecer en el recuerdo de alguien.

Sin embargo hay quienes, más o menos descuidados también en vida, quedan inmediatamente relegados al olvido con la muerte. Un buen ejemplo son aquellas personas, institucionalizadas durante años, que finalizan sus días en la misma institución que les atendió en vida y que entonces tiene que hacerse cargo también de sus restos mortales al no existir familiar alguno que los reclame. Por ese motivo, fueron muchos los grandes hospitales psiquiátricos clásicos, sobre todo en Estados Unidos, en los que no era infrecuente que contaran con un servicio añadido, un camposanto, “pabellón” realmente terminal para muchos de sus asilados.

Ocasionalmente los propios terrenos del cementerio pudieron necesitarse para nuevas ampliaciones hospitalarias, debiendo buscarse entonces alojamiento alternativo para sus eternos moradores. Ese es precisamente el origen de un inesperado y curioso proyecto fotográfico llevado a cabo por David Maisel en el hospital psiquiátrico de Oregón, aquel donde se rodó “Alguien voló sobre el nido del cuco” y del que ya conocemos su Pabellón 81 a través de las fotos de Mary Ellen Mark.

Unas latas muy especiales cerca de Salem.

El Oregon State Insane Asylum, sobre una colina cercana a Salem, fue inaugurado en 1883, siendo rápidamente poblados sus pabellones con personas que en muchas ocasiones seguirían entre sus muros por largos años. No fue necesario que pasara mucho tiempo para que alguno de sus inquilinos falleciera sin ser reclamado por sus allegados. Tras la apertura de la institución, siguió entonces la inauguración de su propio cementerio. Este fue creciendo y extendiéndose a lo largo de los años, entrando en conflicto con las propias necesidades expansivas de la institución a la que no conseguía aligerar de moradores con suficiente rapidez. Fue en 1913 cuando se decidió desenterrar y cremar los restos de los pacientes sepultados, inaugurándose para la ocasión el crematorio que sustituiría al cementerio hasta 1971. A partir de entonces los restos calcinados de los cuerpos se conservarían en pequeñas urnas cilíndricas de cobre, que hay quien dice se fabricaban en alguna prisión de los alrededores. Estas urnas numeradas, de las que se conservan aproximadamente 3500 de un total de 5121 (último número de la serie), fueron cambiando de ubicación a lo largo de las décadas, incluido su paso por una cámara subterránea proclive a las inundaciones, hasta ser de nuevo rescatadas en 2000 y alineadas ordenadamente sobre unos ordinarios estantes de pino.


Es aquí cuando David Maisel se entera de su existencia y de la sorprendente transformación que la humedad y el tiempo había ocasionado sobre las latas de cenizas. En resumen, la oxidación del cobre y alguna que otra reacción al contacto con el agua y otros minerales como el plomo y estaño de las soldaduras, hizo que sobre la superficie de los botes se generara una vistosa variedad de cristales de diversos y vibrantes colores. De mis tiempos previos como coleccionista de minerales, antes del afán psiquifotero, me atrevo a reconocer depósitos de malaquita o azurita, pero la variedad de otras mineralizaciones es sin lugar a dudas mucho mayor.

Durante tiempo, en 2005, el fotógrafo se dedicó a retratar con exquisito cuidado muchas de esas latas sobre un sobrio fondo negro en largas exposiciones de incluso minutos de duración. El resultado, publicado en un gigantesco libro de 34 x 44 cms (que puede ojearse en parte aquí), que incluye asimismo alguna que otra imagen del ruinoso estado en que se encontraban diversos pabellones abandonados de la institución, nos confronta con el triple contraste de la belleza de las composiciones minerales, la simpleza del cobrizo objeto sobre las que se asientan y lo trascendente del contenido que arropan. Todo ello enmarcado en el inquietante interrogante que nos plantea la mera existencia de tan inesperada “biblioteca de polvo” (así lo denominó uno de los obreros que, trabajando en los alrededores, asomó la cabeza al depósito).





















































































Crematorio.

Una vez finalizado el trabajo, Maisel cuenta que volvió a visitar sus adornadas urnas. La dirección del hospital, no sabemos porqué, había optado por embolsar en fundas de plástico transparente cada una de las polícromos estuches de cobre, para seguidamente incluirlas en una más aséptica caja de plástico negro geométricamente numerada.


Una furtiva mirada a su interior le descubrió la existencia de cierto empañamiento de la bolsa de plástico, quizá como anuncio de una saga de nuevas posibilidades estéticas para el futuro.


BIBLIOGRAFIA.



Maisel, D. Library of Dust. (Con ensayos de Geoff Manaugh, Terry Toedtemeier, and Michael Roth) Chronicle Books, San Francisco, 2008. Accesible en parte aquí.







Dodwell, L. Gallery: Beauty flowers from human remains. New Scientist. 3 septiembre 2008. nº 2672: 51.













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4 comentarios:

Anónimo dijo...

Imágenes de belleza fascinante a las que no es ajena una cierta inquietud. Creo que son las imágenes sobre el más allá más creíbles que he visto nunca.
Un post extraordinario y perfecto para hoy. Gracias.
Andrés

Lizardo Cruzado dijo...

Alucinante óxido y fascinante historia, amigo Óscar.
Un cordial saludo.

Anónimo dijo...

Ya que es verdad lo de "polvo eres..." , por lo menos es un consuelo que sea de colorines.

Oscar Martínez Azumendi dijo...

jejeje