martes, 10 de abril de 2012

223. Txomin.

De plaza en plaza y tiro por qué me toca. Si el otro día nos fijábamos en un banco de una tranquila y sombría glorieta, hoy lo haremos en una de las más céntricas y concurridas plazas de la Villa de Bilbao. En ella campó (y casi acampó) a sus anchas, hace años, un peculiar personaje. Se le conoció como Txomin, y será a quien nos presente hoy Juan Medrano junto a su insólita actividad existencial.

Hoy tampoco tenemos ninguna fotografía del protagonista de la entrada pero recordemos que, en lo que a psiquifotos atañe, la serie está encuadrada principalmente en el apartado que engloba las imágenes de temáticas arquitectónica y ambiental. Es decir aquellas que retratan principalmente las instituciones relacionadas con los enfermos mentales, y en este caso hay un puñadito de fotos que recogen las calles donde “institucionalizó” parte de su existencia nuestro protagonista.

No conozco la verdadera identidad de Txomin, y tampoco sé qué ha sido de él, pero recuerdo con precisión que en la primera mitad de los años 80, una época de crisis económica y de ajustes laborales cruentos y difíciles, Txomin instaló su oficina al comienzo de la calle Buenos Aires, junto a la plaza Circular o de España (según gustos). Desde allí Txomin no solo veía de igual a igual a Don Diego López de Haro, el fundador de la Villa, encaramado a su pedestal en medio de la plaza, sino que además controlaba su emporio financiero. Porque Txomin, pese a su aspecto de clochard, su aire andrajoso, su sonrisa congelada en un rictus, sus ojos vivaces y desenfocados y sus soliloquios apasionados, era el dueño de todos los bancos de Bilbao. Según decía.

Txomin, en la repisa de la ventana baja de un banco (por supuesto, de su propiedad), pasaba horas y horas, junto a su equipaje de maletas desvencijadas, bolsas repletas de papeles y objetos de dudosa utilidad e incierto origen, embutido en un gabán tan viejo como sucio, con sus greñas y sus piojos (que contaban ingería después de cazarlos). Hacía bueno el dicho de que el ojo del amo engorda al caballo, y por ello no perdía de vista su imperio, cuyas transacciones auditaba mediante interminables sumas que le hacían pasar horas y horas ensimismado en prolijas aritméticas y pertinaces soliloquios que iban más allá de la cuenta verbalizada y el registro de las llevadas. Los peatones que pasaban a su lado lo miraban inicialmente recelosos, pero no tardaron a habituarse a su extraña presencia. Y así discurría el tiempo, con ocasionales reseñas en la prensa local sobre las andanzas y creencias de Txomin.

Hubo un momento en que el financiero clochard hubo demudarse y cambiar sus oficinas. Creyendo tal vez que la Txomin, sus pertenencias y las latas de sardinas que engullía mientras el aceite se derramaba y empapaba su barba y su gabán no eran el señuelo más adecuado para captar nuevos clientes, los directivos de la entidad ocuparon las repisas con unas jardineras que impedían al financiero sentarse y ubicar sus abundantes y desorganizados enseres. Despachado, pero aparentemente no despechado, Txomin cruzó de una acera a la otra de la calle Buenos Aires y se instaló al pie de un monolito en el exterior de lo que entonces creo era el Banco Urquijo. Allí permanecería durante años, aunque ocasionalmente se le podía ver en los bajos de la estación de Abando, un enclave que le permitía supervisar el funcionamiento de otros de sus bancos, ocultos en el ángulo muerto de su despacho más habitual.

En enero de 1985 cayó sobre Bilbao una gran nevada. La ciudad, no habituada a la más cruda meteorología invernal, se paralizó; los autobuses no circulaban por las innumerables cuestas de la ciudad, peligrosamente resbaladizas. Y alguien pensó que Txomin no podía seguir trabajando y durmiendo a la intemperie. Supimos por el periódico que animada por el noble fin de protegerlo, la fuerza pública se llevó al clochard financiero, que terminó ingresando en un hospital psiquiátrico.

Unas semanas después volví a ver a Txomin en su oficina de la calle Buenos Aires, pero lo encontré muy cambiado. Llevaba ropa vieja pero limpia; su oscuro gabán había sido sustituido por una chaqueta gris; sus greñas habían dado paso a un pelo cortado al uno y verosímilmente sin inquilinos; sus largas y pegajosas barbas habían desaparecido; sus ojos no mostraban la vivacidad del iluminado, sino que miraban tristes; y sus dedos no se movían ya febriles por los sumandos de sus cuentas, sino que sujetaban un cartel que con letra clara y pulcra pedía al viandante que ayudase a Txomin con una limosna. De potentado había pasado a indigente, aunque probablemente el informe de alta hospitalaria destacase que se había producido una mejoría clínica.

No volví a ver a Txomin. Desconozco si buscó y halló su camino en otro lugar o en otra actividad, o si tras descubrir otras propiedades llevará 25 años haciendo cuentas en otra ciudad para calcular los beneficios de sus empresas. Pero de lo que no me cabe duda es que desde su marcha, a pesar de su denso tránsito y del paso regular del tranvía, que discurre desde hace años junto a la oficina de Txomin, la calle Buenos Aires está terriblemente vacía.

J.M.



La oficina de Txomin se situaba al pie de este no sé qué.

Oficina de Txomin en la calle Buenos Aires. Al fondo, la Plaza Circular con el monumento a Don Diego.

Plaza Circular con el monumento a Don Diego, la estación de Abando y dos de las entidades financieras propiedad de Txomin.

Oficina de Txomin en la calle Buenos Aires.

La calle Buenos Aires, vista desde la oficina de Txomin.



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La serie completa relacionada con los chirenes:

218. De chirenes y vagabundos.
219. “Cabesita de Ajo”.
220. Chirenes clásicos de Bilbao.
222. La loca de Arrikibar.
223. Txomin.
227. A., el clochard del Sagrado Corazón.
228. Madriles.
230. Una “bag lady” chirene.
268. Psiquiatría comunitaria prístina: La vendedora de responsos.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo lo concí,Juan.Inicié mi actividad médica profesional el el viejo ambulatorio de la calle Buenos Aires,pegadito a la oficina de Txomin.
La lescción no es nueva:sólos los neurolépticos no son la solución.¿Pues que mejor solución que una parafrenia lograda?
Un abrazo,
JUanje