lunes, 30 de abril de 2012

227. A., el clochard del Sagrado Corazón.

Si en la última entrada de la serie de los txirenes conocimos a Txomín, poblador y señor de la plaza en la que se inicia la Gran Vía de Bilbao, en esta ocasión nos desplazaremos al Sagrado Corazón, precisamente la plaza donde acaba la elegante avenida, al otro lado del Ensanche bilbaíno. Allí habitó y vivió su locura “A.”, un vagabundo de aires parisinos.

Dejemos ahora a Juan Medrano que nos lo cuente:

En los años de la autarquía franquista aparecieron en las ciudades españolas unos autobuses de tracción eléctrica, los trolebuses. La primera urbe que contó con este medio de transporte tan original como, todo hay que decirlo, de corta vida, fue Bilbao. Aunque en su momento llegaría a tener una considerable flota de trolebuses de dos pisos con aire innegablemente británico, inicialmente sus líneas fueron cubiertas por vehículos de un solo piso. Rompió el hielo, por decirlo de alguna manera, la que llevaba a sus viajeros desde el Casco Viejo a la Plaza del Sagrado Corazón, junto a San Mamés, lo que la convirtió en un medio de transporte muy bilbaino, muy txirene y muy adecuado para ir a ver los partidos del Athletic.

Trolebús de un solo piso de Bilbao.

Trolebús de Bilbao de dos pisos, recreado por Tomás Ondarra y comentado por Jon Uriarte para la exposición “De Bilbao de toda la vida”.

La Plaza del Sagrado Corazón se encuentra al final de la Gran Vía, y está presidida por un pilar gigantesco coronado a su vez por una estatua en bronce del Corazón de Jesús realizada en 1926 y costeada por suscripción popular. En su momento fue conocida como "el listero", un apodo mordaz que le pusieron los trabajadores de los cercanos astilleros de Euskalduna, porque por su ubicación era siempre el primero en llegar y pasar lista.

El listero de Euskalduna. Detrás, en la acera, se ve a marquesina en la que pernoctaba A.

En la plaza el trolebús se detenía junto a la tapia del asilo de la Misericordia, donde los viajeros que lo esperaban se guarecían bajo una marquesina con bancos. Allí residió, o al menos pernoctó, durante años A., cubierto de las inclemencias climatológicas y a salvo del sirimiri, con la comodidad añadida de que en el subsuelo de la acera existían (y creo que no es una falsificación retrospectiva) unos urinarios públicos en los que aliviarse. A. era un clochard septuagenario, natural de un pueblo de la provincia de Bizkaia, con una rica vida interior a juzgar por sus continuos soliloquios, que a medida que se fue haciendo mayor suavizó un tanto sus costumbres y decidió hacer las comidas principales en un centro de beneficencia, al tiempo que años de vida a la intemperie, regados con diversas variedades de bebidas alcohólicas, iban minando su salud.

Las toses de A. envuelto en sus mantas bien avanzada la mañana llamaron un día la atención de un ciudadano. Compadecido del aspecto deteriorado del clochard, se propuso ayudarle, y movilizó los recursos de su distante parroquia, en la otra punta de Bilbao, para orientar a y dirigir a A. hacia un retiro saludable en el que pudiera ser debidamente atendido. Fruto de los esfuerzos de su benefactor, A. visitó a un médico por primera vez en muchos años, consiguió renovar en lo que cabía su fondo más que de armario de saco y dispuso de algo de dinero sin necesidad de pedirlo en la puerta de las iglesias. Agradecido, el clochard confió a su sorprendido amigo algunos aspectos sórdidos de su vida, como su estancia en prisión y le contó alguna historia del tiempo en que estuvo en el Tercio.

Un día, T., que era así como se llamaba su benefactor, apareció en la marquesina acompañado por un amigo de la parroquia, y propuso a A. viajar a un pueblo, no muy lejano a Bilbao, en el que le había encontrado un buen lugar para comer y dormir. Se trataba de una residencia de ancianos. Contrariamente a lo que temían sus acompañantes, que no las tenían todas consigo, A. entró de buen grado en el edificio, visitó sus departamentos y secciones e instaló sus enseres, aparentemente satisfecho, en la habitación que se le asignó. A continuación fue al comedor, y terminada la comida, tras proclamar filosófico: “La jaula es bonita, pero el pájaro quiere volar”, recogió sus cosas y se volvió a la marquesina del Sagrado Corazón.

Unas semanas después, nadie sabe cómo, T. y su compañero consiguieron persuadir de nuevo a A. para que intentara quedarse en la residencia, y allí se plantó, y no volvería a salir en varios años, y cuando salió sería para no volver, y no porque el pájaro quisiera volar.

A los pocos días de llegar al centro, A. conoció a un individuo que iba por allí a ejercer de algo parecido a psiquiatra consultor, y estuvo charlando con él. Le contó las cosas como eran: estaba allí solo para no pasar frío, le apenaba estar rodeado de viejos porque él era el más joven de todos, al fin y al cabo tenía solo 189 años, y los otros andaban por los 70, 80, 90, unos carcamales que no podían con su alma y que protestaban cuando A. fumaba, señalaba, dogmático a golpes de su dedo índice, teñido de nicotina casi hasta la raíz.

Dedo de fumador.

Para A. las entrevistas con el psiquiatra eran más agradables y llevaderas si tenían lugar fuera de la residencia; le parecía que ser invitado a tomar un cafelito era lo menos que podía esperar de aquel individuo que le hacía preguntas y que al menos no le ponía pegas a que fumase. Lo que más le llamaba la atención, pudo deducir A., era la siempre presente sonora, la sonora, que viene, ssss, que va, ssss, desde los tejados de allí, frente al bar, ¿no lo ve Ud, aquella antena? ¿No la siente a la sonora? ¿No la ve, que pasa por aquí, ssss? Y daba un sorbo a su cortado. La sonora, siempre la sonora, ssss, oiga, siéntala, ssss, está pasando ahora por aquí, entre los dos, ssss, véala. La sonora acompañaba a A. desde muchos años atrás, 100, por lo menos, explicaba, y daba otro sorbo a su cortado. Ya le rodeaba cuando estaba en la Legión, en cuerpos y guerras de las que poco hablaba en detalle, más que nada porque cuando lo hacía su interlocutor parecía todavía más interesado, y al fin y al cabo, A. ya le había hablado de la sonora, ya era suficiente, ¿no?

Una mañana, la tos y eso que llamaban disnea por lo que el médico de la residencia le decía que tendría que dejar de fumar, se hicieron más intensas. El siempre comprometido galeno optó por enviar al clochard al hospital de referencia. Allí fue a verlo aquel individuo tan interesado en la sonora. Era el primer día de un sofocante puente veraniego y A. boqueaba, con expresión angustiada y suplicante en su mirada. El psiquiatra le tomó la mano y tras unos instantes hubo de marcharse dejándole al cuidado del personal de la planta.

A la vuelta del fin de semana, dijeron al psiquiatra que A. había muerto días antes, al poco del final de su breve e incómoda visita. Esa misma semana el director de la residencia le habló de que en medio de todo las cosas habían salido bien, la vida de A. había terminado de una manera que podría llamarse reconfortante. Alguien, el psiquiatra supuso que T. y sus amigos, había encontrado en pleno puente de un mes vacacional a unos sobrinos de A. que se hicieron cargo de todo y ofrecieron el panteón familiar, en el que por fin el clochard se había reunido con sus hermanas. El entierro fue cálido y afectivo; acudieron, cómo no, los benefactores de A. y sus recién encontrados familiares. Y hubo una representación institucional de la residencia.

El psiquiatra recordó que en el día de puente de ese fin de semana había sido testigo de la primera ecografía de la que después sería su hija y no pudo por menos en comparar el frenético, rítmico, regular y vital tatatá del corazón fetal con la sofocada respiración del clochard. El comienzo y el final de la existencia humana, la energía que bulle y la que se extingue; el vigoroso resplandor, el estallido casi, del feto, y el apagarse del anciano. La dos vidas, tan significativa la una como la otra, tan cargada de dignidad la naciente como la que se ahogó en una respiración estertorosa. La una, con toda la potencialidad de ser vivida y colmada de sensaciones y vivencias; la otra, no menos rica ni plena, aunque se hubiera desarrollado durante años bajo la marquesina del Sagrado Corazón.

J.M.


La historia de “A.” me ha recordado la existencia de otro peculiar personaje que se afincó igualmente en la zona del Sagrado Corazón. Era un hombre de mediana edad, completamente calvo pero luciendo una densa y negra barba. Acompañado de una vieja guitarra sin cuerdas, paseaba apresuradamente arriba y abajo la avenida Sabino Arana, sorteando peligrosamente los coches, aparentemente siempre con un humor envidiable. Cuando no cantaba, se entretenía en largas peroratas con la estatua del Sagrado Corazón, imposibilitado este de escabullirse allí subido en su columna.

Pregunté por él a Juan, quien me aclaró que el personaje había sido invitado incluso a un programa de la televisión autonómica. Murió precipitándose desde una altura, dejando una carta a sus hermanas en las que les decía que era muy feliz.


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La serie completa relacionada con los chirenes:

218. De chirenes y vagabundos.
219. “Cabesita de Ajo”.
220. Chirenes clásicos de Bilbao.
222. La loca de Arrikibar.
223. Txomin.
227. A., el clochard del Sagrado Corazón.
228. Madriles.
230. Una “bag lady” chirene.
268. Psiquiatría comunitaria prístina: La vendedora de responsos.

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